Aunque mi concepto de felicidad se acerca cada vez más a una suerte de paz interior, aún me dura la resaca de momentos felices vividos la semana pasada.
Felicidad por el 18º cumpleaños de Daniel, mi hijo mayor, y su mayoría de edad. Felicidad por ver su sonrisa radiante ante la fiesta sorpresa de su novia, sus amigos y amigas. Ilusión por una nueva etapa que, en mi recuerdo y experiencia, es de las mejores de la vida: la universidad, la libertad, cierta independencia, nuevas gentes, nuevos caminos, nuevos conocimientos, el amor...
No soy muy amiga de ritos y liturgias, pero reconozco que su ceremonia de graduación -donde dejaba atrás su etapa escolar- marca una frontera nítida entre lo que ha sido y lo que será.
Orgullo y felicidad también por su nota media de bachillerato -un 7,4- que le da (nos da) cierta tranquilidad para enfrentarse a la prueba de Selectividad.
La última escena la viví ayer. Daniel me llamaba a gritos para que saliera al jardín. Él y Elena, su novia, habían conseguido por fin que Javier pedaleara por primera vez en su "triki", impulsándolo hacia adelante. Hasta ahora, sus pies sólo movían los pedales hacia atrás o se apoyaban en el suelo para avanzar.
No sé si mis brincos y gritos, que debieron de escucharse en Tombuctú, extrañaron a los vecinos tanto como los ladridos de Bernie, nuestro santo San Bernardo que, contagiado por mi euforia, daba vueltas y vueltas alrededor del mismo abeto. Acabé colgada del cuello de Daniel, cubriéndole a besos mientras Javier se reía a carcajadas en el "triki" a punto de chocar y/o volcar varias veces. El padre de las criaturas sonreía abiertamente a través de la ventana de la cocina.
En mi escala de valores, todos esos momentos de felicidad tienen la misma importancia. Y quiero vivir con esta resaca al menos un par de semanas.