viernes, 28 de septiembre de 2007

CARTA AL ABUELO LUIS

Hola, Luis. Sé que esta noche estás entre nosotros, feliz por vernos reunidos una vez más. ¡Hay que ver que familia más agotadora! Bodas, bautizos, comuniones, cumpleaños, aniversarios, jornadas gastronómicas… y, por si fuera poco, cada jarana en un punto no precisamente cercano de la geografía. ¿Que hay que cruzar el Mediterráneo? Pues a Melilla nos vamos todos. ¿Que nos toca Ferrol? Pues 200 coches en caravana por Piedrafita. O por Málaga, Valladolid, Callosa del Segura o Jerez, como este próximo otoño.
Afortunadamente, esta noche nos ha tocado cerquita de casa, en Miraflores de la Sierra, donde tantas veces subimos a comer y cenar contigo.
Durante estos días pasados, he tenido mis dudas sobre si leerte o no esta carta. No sabía si estas palabras se traducirían por tristeza. Pero nada más lejos de mi intención: no me he sentido triste al escribirlas, sino emocionada porque –como esta noche- tú estabas a mi lado cuando tecleaba. Además creo, y sé que compartes esa creencia conmigo, que la tristeza es también un sentimiento inevitable en este viaje de la vida; ni mejor ni peor que otros, siempre que no domine todas las escalas del trayecto. Porque entonces se convierte en una dictadora insoportable que nos impide disfrutar de todo lo demás.
Pero si hay un tipo de tristeza a la que puede perdonársele todo es la que provoca el Amor, con mayúsculas. El Amor a los que perdimos antes de tiempo, el Amor a los que tenemos enfermos, el Amor a los que –como tu, Luís- no podemos abrazar, besar y compartir... de momento.
Dudaba también porque José Luís, un hombre al que hiciste sabio y justo y honesto y recto como tú, conoce mi forma de escribir. Y sabe que siempre lo hago con el corazón en la mano. Le daba miedo que en estas palabras pesara tanto la nostalgia que una nube negra se posara sobre nuestros corazones y fuésemos después incapaces de sonreír. Y él, como tu bien sabes, quería como siempre que esta noche fuésemos felices a toda costa. Como tu bien sabes, él necesita la alegría para vivir.
(Pero, cariño, las emociones –y menos las de esta noche- no se pueden controlar. Y no pasa nada porque, insisto, todas ellas son consecuencia del Amor.)
Y a mí, Luis, me pedía el cuerpo hablar contigo esta noche. También he dudado si hacerlo por tu querida Isabel. Hace unos días, ella leyó una conferencia que escribí para unas familias con hijos como Javi, en la que te dedicaba unas líneas de cariño. Y las lágrimas rodaron por sus mejillas, como supongo que lo estarán haciendo en este momento.
Pero sé que, con tu ayuda, comprenderá también que las palabras que escribo no tienen la intención de herir lo más mínimo, sino más bien al contrario. Que tampoco tienen la capacidad del consuelo –¡ojalá tuvieran ese poder!-, pero que pretenden ser, una vez más, esa demostración de Amor que todos queremos esta noche.
Querido Luis: no sé si voy a ser capaz de leer en voz alta lo que sigue sin que se me quiebre la voz, pero lo intentaré. No hace falta que te diga que te quiero, porque ya te lo dije una vez en el pasillo de un hospital y tu me dijiste “Lo sé”. No hace falta que te diga que Isabel está un poco perdida sin ti, porque la ves y nos ves esforzarnos en que encuentre su camino. No hace falta que te diga lo que tus hijos, José Luis y Carmen te extrañan porque lo sientes y ellos te sienten a su lado. No hace falta que te diga cómo tus hermanos, Pepe y Marga, piensan en ti cada día porque estás allí, aquí, en sus pensamientos. No hace falta que te diga lo que tus nietos se acuerdan de ti porque estás siempre junto a ellos, guiando a Daniel en sus pasos por convertirse en hombre, dirigiendo ahora el ejército de ángeles de la guarda que Javier necesita cada segundo.
Y no hace falta que te diga lo que tus sobrinas y sobrinos, toda tu familia y amigos reunidos aquí, sentimos esta noche.
Querido Luis: me siento orgullosa de pertenecer a este grupo de gente que desnuda su alma y la pone sin dudarlo sobre una bandeja sin la salsa de ese pudor absurdo sobre los sentimientos que tanto abunda por ahí fuera. Y sé que tú, mejor que nadie, comprende que estas palabras son una celebración de la Vida y el Amor. Y que, si tuviéramos que ponerle música a este texto, estarías de acuerdo conmigo en variar ligeramente el bolero para cantar: “Y los años que nos queden por vivir os demostraremos cuanto os queremos.” Felicidades, Luis. Felicidades, Pepe.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

HOMENAJE A LOS PROFESIONALES DE EDUCACIÓN ESPECIAL

Querida Maty:

Te escribo estas líneas tras digerir los emotivos momentos de ayer con Irene, en la reunión de final de ciclo sobre Javi.
Recuerdo que, tras los dos primeros cursos con Jesús, nos preocupaba el cambio de profe. Además del cariño de Javier hacia él -me consta que devuelto con creces-, había demostrado tener esa ecuación tan difícil de encontrar hoy en día, al menos en los círculos donde yo me muevo: vocación + sensibilidad + profesionalidad = resultado cum laude en los logros conseguidos por Javier. "¿Era posible igualar al menos el listón que Jesús había dejado tan alto, con su ordenador analógico de Nicolás y su hamster Pepe?", pensamos en aquel momento.
Entonces llegó "huracán Irene", con sus ganas, su entusiasmo, su pasión por los niños, sus dichos ("Tonterías, ¡las justas!", su mente abierta a nuevas propuestas, su disposición a escuchar a otros profesionales, su imaginación, su sufrimiento con el cuaderno de comunicación ("¡ay, que no llego!"*) y, por encima de todo, también ese amor correspondido de Javi...
Ahora sé que Estudio 3, nuestro cole, no sólo es "especial" por los niños que lo integran. Lo es también por la inmensa calidad humana de todo el equipo que diriges (subrayo lo de "todo" porque ya lo habíamos confirmado en ti, en Yolanda y en otras personas con las que habíamos tratado más).
A partir de este momento, prometo no tener ni una pizca de reservas cuando Javi, como en este curso que acaba, esté a punto de comenzar una nueva etapa con un nuevo profe. Sé que todos ellos pasarán a ocupar un sitio en nuestros corazones; que, aunque les veamos en el patio o en actos escolares, llegará el momento en que tengamos que sentir este "ya os estamos echando de menos". Como a Jesús y a Irene.

P.D.: Llevamos ya semana y media de curso 2007-08. Pepa es la profe de Javi en este nuevo ciclo. ¡Estamos encantados con ella!

*NOTA: El cuaderno de Comunicación de Javi va y viene del cole todos los días en su mochila, explicándonos en imágenes cuáles han sido las actividades más relevantes del día para que él pueda explicarnoslas y nosotros, preguntarle por ellas.

viernes, 14 de septiembre de 2007

EL MIEDO

“NADIE TAN FELIZ” me devolvió momentos de ternura, orgullo, emoción y alegría a través de cartas, correos electrónicos y llamadas telefónicas de padres y madres. También se me encogía el alma a veces, porque algunos buscaban en mí respuestas que no tengo. Pero la mayoría sólo querían alguien que escuchara y comprendiera sus sentimientos.
En este punto arranca esta historia, que podría titular “UN AÑO DE TRANQUILIDAD”; aproximadamente el que media entre la publicación del libro en marzo del 2005 y el verano de 2006.
En otoño falleció mi suegro, el padre de José Luís, el abuelo de mis hijos, al que adorábamos. A pesar del duro golpe, la vida nos enseña que –en el orden natural de las cosas- los abuelos deben ser los primeros en marcharse. Y Luís lo hizo como estoy segura que él hubiera querido: de repente, sin sufrir y sin hacer sufrir a las personas que más le queríamos. Le echamos mucho de menos, pero también se aprende a convivir con la ausencia.
En Navidades, me marché de la empresa en la que estaba: la televisión exige demasiado y los que tenemos hijos con discapacidad intelectual sabemos el tiempo que ellos necesitan: nunca es suficiente.
Hasta aquí, todo dentro la normalidad en los avatares de cualquier familia.
Pero cuando uno cree que todo está controlado, que las cosas están encarriladas, que las alegrías las proporcionan los pequeños logros de nuestros hijos en el día a día, que estaremos en guardia y nos prepararemos en su momento para lo que el futuro nos traiga (por ejemplo, el difícil trance de la adolescencia)… ¡zas! llega ese puñetero futuro y te arrea otro mandoble que tira todo tu primoroso castillo de naipes por los suelos.
¿Alguno de vuestros hijos tiene o ha tenido alguna vez crisis epilépticas? A los que sí, no tengo que explicaros nada. A los que no, no puedo hacer más que transmitiros esa sensación de que la hoja de un puñal al rojo vivo te desgarra las entrañas. Además, si ya es difícil explicar a un niño sin discapacidad lo que es una epilepsia, ¿cómo hacerlo a una criatura que tiene problemas para comprender el mundo que le rodea?
Desgraciadamente, nuestro dolor se magnificó con el de abuelos y tíos que también estuvieron presentes durante alguna crisis.
Y, por supuesto, el dolor de su hermano Daniel, que acaba de cumplir 17 años. Una tarde de viernes me llamaron de su colegio para decirme ¡por teléfono! que le habían expulsado dos días por liarse a puñetazo limpio con un compañero. Pedí una reunión de urgencia y me planté allí como una fiera para pedir explicaciones: ¿Cómo no me habían llamado antes para contarme la pelea?, ¿por qué se había peleado un chaval que jamás había dado muestras de la más mínima agresividad hacia sus compañeros?
Os confieso que se me cayó el alma a los pies cuando comprendí que la pelea había sido al día siguiente de una crisis fuerte de su hermano. Y me llegó al sótano cuando me dijeron que había pedido a la dirección del colegio que no nos dijeran nada porque ya teníamos bastantes preocupaciones con su hermano. Entoné el mea culpa por no haber contado antes a sus tutores la situación familiar, pero también les cayó una bronca del quince por ocultarnos la situación, por mucho que me hijo les hubiera pedido silencio (aunque les honra su compromiso). Y sí, finalmente estuvo dos días expulsado, si bien uno de ellos era después de los exámenes y otro una jornada deportiva.
Aunque procuramos dedicarle la misma atención que a nuestro hijo pequeño, siempre caemos en el mismo error: estamos tan pendientes de lo que le pasa que, a veces, se nos olvida que su hermano nos necesita tanto o más que él en determinadas situaciones como la que os acabo de contar. Cuando nos damos cuenta, también escuece, ¿verdad?
Sigo con la historia. Aunque ya estaba en tratamiento, en noviembre Javier llegó a tener semanas de una crisis diaria. Dicen los neurólogos que la epilepsia es una enfermedad de ensayo-error; esto es, que cada paciente necesita un cóctel especial de medicamentos y hay que tener paciencia (¡qué curioso que ambas palabras, “paciente” y “paciencia” tengan la misma raíz!) hasta dar con el específico para cada uno.
(Un inciso para mostrar nuestro agradecimiento al doctor Alberto Fernández-Jaén, que atiende a Javier en el Hospital La Zarzuela de Madrid)
Como podéis imaginaros, todas sus actividades quedaron suspendidas: la piscina, el caballo, el esquí… Es decir, todo lo que más le gusta que, además de relacionarse con el mundo (personas, animales y objetos), es el ejercicio físico.
En Navidades, ya parecía estar todo controlado. Bueno, todo menos mi miedo y mi angustia. ¿Estaría bien en el colegio? ¿Tendría otra crisis mientras José y yo nos escapábamos un fin de semana?
La angustia arreció con el buen tiempo, porque comenzamos a bajarle una de las dos medicaciones que estaba tomando. Y entonces se me cortaba la respiración cuando dejaba de oírle en el jardín o cuando se metía en la piscina a darse un chapuzón, sin permitirnos perderle de vista ni un segundo.
Llegó también la hora de plantearse si, por primera vez, le enviábamos a un campamento de verano durante quince días. ¡Una eternidad! Aunque llevaba varios meses sin crisis, la epilepsia pendía como una espada de Damocles sobre nuestros corazones acongojados.

Como casi siempre que me paralizo, busco respuestas en los libros por deformación profesional. Tiendo a pensar que otros mucho menos ignorantes que yo han reflexionado y escrito sobre los temas que me preocupan. Así que me fue derechita a la librería y a mi biblioteca para hacerme con “Anatomía del miedo”, de filósofo José Antonio Marina; “El contenido de la felicidad”, del también filósofo Fernando Savater, y “Nuestra incierta vida normal”, del psiquiatra Luís Rojas Marcos.
Y, como casi siempre también, no encontré ninguna solución mágica. Los sabios pueden darte algunas pistas, algunas fórmulas generales que luego podemos aplicar a nuestras preocupaciones cotidianas. O al menos intentarlo.
Yo encontré éstas que os cuento a continuación:
.- De Marina, en “Anatomía del miedo”:
“Es cierto que hay algunas creencias que favorecen los pensamientos angustiosos:
A.- Responsabilidad exacerbada. El angustiado, con frecuencia, se siente responsable de todo lo malo que pueda suceder, y considera una irresponsabilidad culpable no estar pendiente de todas las causas posibles de su desdicha.
(Lo que traducido a mi caso sería algo así como: debo estar alerta constantemente, porque si Javier tiene otra crisis, TENGO QUE ESTAR ALLÍ.)
B.- Perfeccionismo. Todo lo relacionado con la evitación de los peligros debe hacerse con gran perfección, sin dejar nada al azar. Antes de tomar una decisión, el angustiado tiene que ver todas las posibilidades. Esto acarrea una especial lentitud en la toma de decisiones, una escasa eficacia en el enfrentamiento con los problemas. (¿Le dejo irse al campamento o no le dejo?) Además, la interferencia de los pensamientos angustiosos, el cansancio de la hipervigilancia, en muchos casos la falta de sueño, disminuyen la capacidad del sujeto. (¡Que me lo cuenten a mí, con un insomnio crónico desde hace meses!)
C.- La creencia en la propia impotencia. La situación anterior favorece la implantación o el mantenimiento de los pensamientos angustiosos. (…) ‘Lo que mejor caracteriza al verdadero dolor del carácter angustioso, y que más hace sufrir a los que los tienen, es la profunda falta de confianza en sí mismos’, escribe Braconier. (O sea, no importa lo prevenida que esté ante una crisis, porque siempre me va a pillar por sorpresa; y además, me afecta tanto que sólo puedo temblar y llorar después, con lo que esto influye en mis hijos y en José Luís.)
D.- La creencia en la incontrolabilidad y en la imprevisibilidad de los acontecimientos. Las personas angustiadas tienen una pobre tolerancia a la incertidumbre o a la ambigüedad. Necesitan tener en el exterior una seguridad de la que carecen en el interior. (¡Vaya por Dios! ¡Con la cantidad de tiempo y pasta invertidos para que Hernán -mi psicólogo de cabecera- me convenciese de que es absurdo intentar protegerse de todos los golpes que nos puede dar la vida! Y lo bien que me funciona ese mantra de “soy vulnerable”…)”
En otro momento, escribe J.A. Marina que “(…) En general, los expertos están de acuerdo en que el mero análisis vale para muy poco y que lo importante es, como dice Albert Ellis, ‘Actuar, actuar, actuar contra mis ansiedades. Cuantas más acciones emprenda en relación con mis temores, menos tiempo y energía malgastaré obsesionándome con ellos’. (…) las funciones que debe cumplir una “escuela de la angustia” son cuatro: informar, explicar, desdramatizar, desestigmatizar. Ahora añadiría otra, acaso la fundamental: sacar de la pasividad.” (¡Por fin he hecho algo bien!: me he pasado una semana pintado de verde todos los muebles del jardín, hierba incluida, hasta convertirme en la prima de Shrek.)
Y acabo con otro epígrafe de “Anatomía del miedo”, titulado “Carta a mí mismo dándome nueve consejos contra el miedo”, en el que enumera los siguientes:
1.- Distingue los miedos amigos de los miedos enemigos. Los amigos te advierten del peligro para librarte de él, no para entregarte en sus manos. (…) los enemigos te vampirizan.
2.- Tú no eres el miedo. Una de las artimañas más insidiosas usadas por el miedo para debilitar nuestra fuerza es que nos identifiquemos con él y nos sintamos avergonzados. Esto nos condena al silencio (…) y nos impide buscar ayuda. Los miedos son algo que soportamos, como la úlcera de estómago. Tienes que pedir respeto por tus miedos, como por tus otras dolencias.
3.- Debes declarar la guerra a los miedos enemigos que han invadido tu intimidad.
4.- Tienes que conocer a tus enemigos y a tus aliados. Hay que conocer las estrategias del miedo, las circunstancias en que prefiere atacar, sin olvidar que es un fenómeno transaccional, que surge de la interacción de un factor subjetivo –tú- y de un factor objetivo –tu circunstancia-. El enemigo está, por tanto, fuera y dentro de ti.
5.- No puedes colaborar con el enemigo. (…) El miedo es invasor y como todos los invasores tiende a corromper al invadido. Puede apoderarse de la conciencia entera del sujeto, alterar sus relaciones. Conviene por ello que lo aísles dentro de tu dinamismo mental. No intentes justificarlo.
6.- Tienes que fortalecerte. La solución para luchar contra el miedo es disminuir el peligro o aumentar los recursos personales.

7.- Háblate como si fueras tu entrenador.
8.- Debilita a tu enemigo. Critica las creencias en que se basa. Desenmascara sus jugadas de farol. Búrlate de él. Desarrolla el sentido del humor para desactivarlo.
9.- Busca buenos aliados. (…) Es difícil combatir el miedo solo y si el miedo es patológico, imposible. Busca pues consejo y ayuda de personas competentes. Y, si tienes esa suerte, busca a quien pueda darte ánimo cuando estés desalentado.
Tengo dos citas más. Una definición de Luís Rojas Marcos, “el miedo es un estado de ánimo, altamente contagioso, que oprime, limita, angustia, paraliza y obnubila la mente del ser humano”. Y otra de Savater, que estaba en la primera página de “Nadie tan feliz”: “Miramos a nuestro alrededor y nos sorprende por doquiera la rutina y la banalidad; pero si penetráramos en las almas, nos abrumaría la presencia de lo portentoso”.
“Pues qué bien”, me diréis.”¿Y para que sirve todo esto?” Pues no tengo ni idea. A todos estos filósofos, psicólogos y psiquiatras les prestaba yo una pequeña ración de esos miedos que nos atacan a diario a todos los padres, madres, hermanos, abuelos y familiares de personas con discapacidad intelectual: la angustia ante la falta de diagnóstico en sus primeros años; la preocupación de si hemos acertado con el colegio y las terapias; los difíciles años de la adolescencia y el despertar sexual; encontrar un centro especial de empleo o un centro de día adecuado; su capacidad para desarrollar un trabajo; la independencia en la medida de sus posibilidades; nuestra incapacidad para interpretar sus necesidades.
Pero, sobre todo, lo que más nos aterra a todos los padres: el miedo a qué será de ellos cuando ya no estemos. Y también el miedo al miedo de una sociedad que no está preparada para la discapacidad intelectual (y no al revés).
A veces pienso que la respuesta no está, tan siquiera, en nosotros mismos. Mis miedos desaparecen cuando mi hijo ríe, juega, me abraza y me besa. Es la mejor terapia para luchar contra mi angustia.
Javi se fue al campamento la primera quincena de agosto. Tras dejarle en el autobús, entré en el coche, me deshice en un mar de lágrimas y sólo pude balbucearle a mi marido: “Por favor, ayúdame”. Creo que le pedía ayuda para vencer el pánico me envolvía todo el cuerpo.
Y fueron pasando los días. Nos atrevimos a marcharnos a Galicia para descansar. Las caminatas mañaneras de hora y media (acompañada por mi santo san bernardo Bernie), con final en las aguas heladas de la ría de Ares, consiguieron tranquilizar mi ánimo en la misma medida que el silencio del teléfono. No news, good news, dicen los británicos. Las dos veces que hablamos con él me transmitió, como siempre, alegría.
Dos semanas después, fuimos a recogerle. ¡Qué alto, qué guapo, qué delgado y qué moreno estaba! Esta vez, las lágrimas fueron de emoción. Ya en el coche los tres, José Luis me preguntó:
-¿Estás ya más tranquila?
-Sí, ¿y tu?, le respondí.




NOTA: Esta entrada es un resúmen de la conferencia pronunciada en Hellín (Albacete) el 28 de julio de 2007, durante el III Encuentro de familias de personas con discapacidad intelectual organizado por ASPRONA. Prometo ser más breve en las siguientes entradas