lunes, 26 de mayo de 2008

MOMENTOS FELICES


Aunque mi concepto de felicidad se acerca cada vez más a una suerte de paz interior, aún me dura la resaca de momentos felices vividos la semana pasada.

Felicidad por el 18º cumpleaños de Daniel, mi hijo mayor, y su mayoría de edad. Felicidad por ver su sonrisa radiante ante la fiesta sorpresa de su novia, sus amigos y amigas. Ilusión por una nueva etapa que, en mi recuerdo y experiencia, es de las mejores de la vida: la universidad, la libertad, cierta independencia, nuevas gentes, nuevos caminos, nuevos conocimientos, el amor...

No soy muy amiga de ritos y liturgias, pero reconozco que su ceremonia de graduación -donde dejaba atrás su etapa escolar- marca una frontera nítida entre lo que ha sido y lo que será.

Orgullo y felicidad también por su nota media de bachillerato -un 7,4- que le da (nos da) cierta tranquilidad para enfrentarse a la prueba de Selectividad.

La última escena la viví ayer. Daniel me llamaba a gritos para que saliera al jardín. Él y Elena, su novia, habían conseguido por fin que Javier pedaleara por primera vez en su "triki", impulsándolo hacia adelante. Hasta ahora, sus pies sólo movían los pedales hacia atrás o se apoyaban en el suelo para avanzar.

No sé si mis brincos y gritos, que debieron de escucharse en Tombuctú, extrañaron a los vecinos tanto como los ladridos de Bernie, nuestro santo San Bernardo que, contagiado por mi euforia, daba vueltas y vueltas alrededor del mismo abeto. Acabé colgada del cuello de Daniel, cubriéndole a besos mientras Javier se reía a carcajadas en el "triki" a punto de chocar y/o volcar varias veces. El padre de las criaturas sonreía abiertamente a través de la ventana de la cocina.

En mi escala de valores, todos esos momentos de felicidad tienen la misma importancia. Y quiero vivir con esta resaca al menos un par de semanas.

lunes, 12 de mayo de 2008

Manos que aman y hablan

En el cole no había habido nunca una respuesta tan abrumadora a las jornadas de la Escuela de Padres. Esta vez, se trataba de un curso básico para aprender la lengua de signos. Cuatro sábados de abril, entre las once de la mañana y las dos de la tarde.
Muchos de nuestros niños son afásicos: bien no tienen capacidad para hablar, o esta capacidad se encuentra mermada. Y aunque tengan lenguaje, como es el caso de mi hijo Javier, la mayoría acusa problemas de comunicación, tanto de expresión como de comprensión. Por ello, la lengua de signos (simplificada y adaptada) constituye para ellos un apoyo visual extraordinario que refuerza su comprensión del mundo.
Las clases que, de lunes a viernes, acogen la algarabía infantil y juvenil fueron tomadas los sábados de abril por madres, padres, hermanos, abuelos, tíos... Y esas manos que en casa acarician y aman tornaron en voces extrañas que balbuceaban frases como "quiero ir a jugar al parque", "hay que lavarse las manos antes de comer" o "vamos a ordenar los juguetes".
Como en el aprendizaje de cualquier idioma, algunos tenían más facilidad que otros. El paso de los años también va mermando esa capacidad. Recuerdo conmovida a un abuelo, desesperado por hilar frases con los dedos enredados pero empeñado en ello por amor a su nieta.
Y recuerdo a mi amiga Giedre. Me sorprendió verla allí. Su preciosa hija Nora, que padece una parálisis cerebral severa, no habla, apenas ve más que sombras oscuras, ni tiene movilidad alguna. Ya la han sometido a varias operaciones para intentar liberar algo sus contraídos tendones. Giedre sabe que jamás podrá utilizar la lengua de signos con ella.
Pero Giedre quería aprender porque, en su bloque de Parla, hay una vecina sordomuda con la que le gustaría comunicarse, saludarla con un "buenos días" o un "¿cómo estás esta mañana?".
Hay personas cuyo corazón genera una luz de generosidad tan grande que nos sume a los demás en la sombra. Giedre es una de ellas.

P.D.: Para tranquilizar su angustia, Giedre comenzó hace años a elaborar una bisutería preciosa (gargantilas, broches, pulseras...), que ahora completa con unos tocados de fiesta muy originales. Si alguien está interesad@, le diré cómo contactar con ella.











lunes, 5 de mayo de 2008

EL VIAJE


Sigo haciendo su equipaje como me enseñaron en el cole: bolsas con etiquetas adhesivas donde, en mayúsculas bien grandes, puede leerse ROPA JUEVES, ROPA VIERNES, ROPA DE RESPUESTO, PIJAMAS, CALZADO... En el exterior de la maleta, una gran foto con su nombre a modo de trajeta identificativa. Javi no sabe leer, pero sé que es un ayuda inmensa para los monitores que le atienden cuando se va de viaje.
Ha estado en un campamento de Xtremaventura este último puente del pasado 1 (festivo en toda España) y 2 de mayo (fiesta en la Comunidad de Madrid). Cuatro días. 96 horas. 5.760 minutos. Cuando nos acercamos con el coche al punto de recogida desde el que parte el autobús, comienza a preguntar por los nombres de monitores y chavales con los que ha compartido otros viajes. Hace más de seis meses que no les ve, pero él se acuerda perfectamente de todos.
Como siempre, la espera le pone algo nervioso: salta, palmotea, pregunta una y mil veces por Susana -la monitora que les aguarda en el albergue-, habla sin ton ni son...
Por fin llega la hora. El conductor arranca, los chavales (sólo hay dos chicas) van subiendo tras despedirse de padres y madres. Javi entra sonriendo y, ya en su asiento, se pone el cinturón de seguridad como le enseñamos a hacerlo desde que era pequeño. Mira por la ventanilla buscándonos. Y allí estamos, su padre escondido tras un árbol porque piensa que lo mejor para él es que el momento sea breve y desaparezcamos lo más rápidamente posible. Yo, soldada a una acera de la que no puedo moverme mientras fuerzo una sonrisa a la que le cuesta abrirse camino entre el nudo de lágrimas que me quema la garganta. ¿Estará bien? ¿Nos echará de menos? ¿Tendrán los monitores la suficiente experiencia para comprenderle? ¿Disfrutará y será feliz? Por favor, que no le pase nada...
Miro a mi alrededor e intuyo las mismas dudas en aquellos padres y madres clavados como yo a la acera. Su sonrisa también contradice miradas húmedas u ocultas tras gafas de sol. La mayoría tiene mucha más experiencia que nosotros porque sus hijos son mayores que Javi. Pero todos estamos allí.
Nuestras manos siguen agitándose en despedida aun cuando ya no distinguimos ni el autobús, engullido por una marea de tráfico en esta estampida de mayo que deja la capital desierta.
Como siempre al doblar la esquina, mis lágrimas se desbordan por el esfuerzo contenido de la espera. Como siempre, mi compañero de vida me toma la mano y me dice:
.-"Tranquila. Se va contento y se divertirá".
Lo sé. Como cuando se marcha con sus amigos del grupo de ocio de ALEPH o con los del cole Estudio 3. Poco a poco, la congoja se bate en retirada ante el orgullo: el de haber permitido que, desde muy pequeño, Javier participara con nosotros y su hermano de la experiencia enriquecedora de los viajes. En coche, en avión, en tren, en barco... Nunca nos hemos dejado vencer por los miedos: a su cansancio, al nuestro y al de su paciente hermano, al de las pataletas y los gritos, al del "que dirán", al de la rutina rota.
Al llegar a casa, hacemos el equipaje y nos despedimos de nuestro hijo mayor, sometido este año a la presión del examen de Selectividad.
Granada rebosa de gentío y Cruces mientras nos reímos en compañía de amigos con energía y vitalidad descomunales que yo perdí en el camino de mi vida sin darme cuenta.
Vuelta a Madrid. Javi llega excitado, agotado, feliz. Lo mismo que nosotros. Cuando abro su maleta, me da la bienvenida un diploma a su nombre "por su alegría y por sus bailes". Hasta el próximo viaje.